Por NICOLÁS FACUNDO SALA
El Perdido - Buenos Aires
Contabilizar fracasos no era faena que Roberto se esmeraba por ejercer. Tiempo hacía que había decidido archivar sus libros de balance, olvidando, vaya a saber en que cajón de qué casa, su colección de electrodomésticos oxidados, colchones marchitos y escrituras al cincuenta por ciento.
Irina, paradójicamente, estaba estructurada de otro modo. Llevaba un estricto control de sus columnas deudoras y acreedoras, con asientos exánimes, paréntesis oblicuos, llaves con tintes de amparo y corchetes sin señuelos. Conjunto de fórmulas aritméticas que la describían, sin omisión alguna, sus momentos de amargura, apartando su evocación a los placeres; instantes que por cierto, consideraba de menor trascendencia.
Estimo verificar que a los cuarenta uno tiene esa extraña y risible certeza de haber vivido más de lo que aún cuenta. Supongo que deben existir mandatos sociales que empujan a sustentar esa impresión. Y a pesar de la tan insistente afirmación: “Ahora empieza lo mejor”; digamos que tal sentencia no tiene demasiados entusiastas, sobre todo dentro del segmento de los cuarentones.
Lo real es que se encontraron como se encuentra la mayoría de los mortales: buscándose sin buscarse; intuyéndose sin intuirse; culpables sin haber sido responsables de nada.
De inmediato, fueron sorprendidos por el asombro y la desconfianza.
-Dudo que a esta altura de nuestras vidas, alguien como yo te pueda conmover- alegaba Roberto. Era una macabra manera de resistirse.
Sus pestañeos acercaban considerables pérdidas como para soñar con sorpresas que no estaban dispuestos a exonerar. Hasta sus cruzadas concesiones les causaban cierta admiración y sospecha interna.
Irina, por cierto, aborrecía el blues; ritmo que le parecía aburrido y monótono.
Él, sin saberlo, mezclando jactancia y egoísmo, escogió para ambientar el momento If you love me; un hermoso tema de B. B. King cantado por Van Morrison. Casi seis minutos de insuperable belleza y armonía.
Digamos que a Irina algo la traicionó, confesándole que la balada era perfecta.
-Jamás pensé que el blues tuviera la virtud de emocionar.
-Es más factible desintegrar un átomo que un prejuicio, decía Einstein- comentó Roberto con ironía.
Más allá del inoportuno comentario, tuvo que creer y rendirse ante el alegato de la dama.
Entrada la noche, comenzaron a resignarse; no sin oposición… Se permitieron pensar una velada interminable.
Roberto estaba harto de las amas de casa… por experiencia de vida se le presentaban como señoras de servicio o como cocineras de lujo; ausentes de toda fuente de inspiración. Sin embargo, no pudo menos que consentir que el lomo con champiñones a la crema preparado por Irina avergonzó su básica racionalidad, pero a la vez se sintió venerado, ascendiendo inevitablemente por escalones sin recuerdos, plagados de amnesia y de frescura.
Gozaron sus inventarios sin pensar en ellos.
Se embarcaron en vuelos nocturnos sin regresos aparentes.
Se amaron más que a sus olvidos.
Fueron desesperación y transpiración…
De a ratos bailaron desnudos, riéndose hasta el dolor, de sus lógicas y notorias imperfecciones.
El obsceno amanecer dictó la esperada sentencia, acompañando la última nota del último blues de Koko Taylor.
El desayuno los invitó a destruirse en jirones, citando con lujos y detalles sus póstumos arqueos; exponiendo sin pudores, fracasados balances y amarillos inventarios.
Nunca sabré si lo hicieron adrede.
Mi viejo nunca me lo dijo.
Lo cierto es que lo sigo viendo solo;
de lunes a domingo,
de cero a veinticuatro…
El Libro de los Talleres VI - Edit. DUNKEN - Páginas 47 y 48